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La insignia
17 de septiembre del 2002


Joseph Conrad


Carlos Fuentes
La Jornada Semanal, suplemento de La Jornada. México, septiembre del 2002.


Con el tiempo como eje conceptual de su ars omnia, Carlos Fuentes comenzó, hace más de cuatro décadas, la paciente y minuciosa construcción de una obra literaria principalmente decantada en las formas del cuento, la novela y el ensayo. Es el mismo tiempo, único jerarquizador indiscutible, quien ha hecho de Fuentes una referencia imprescindible en la narrativa hispanoamericana. Al reconocimiento de esta condición se dedica el presente número de este suplemento, y lo hace ofreciendo a los lectores un texto inédito del maestro Fuentes, así como la revisión inteligente y generosa que Rosa Beltrán, Mónica Lavín, Pedro Ángel Palou, Ignacio Solares y Guillermo Vega Zaragoza, hacen de buena parte de la obra de este autor fundamental.


Para Álvaro Mutis, nuestro primer Conrad y nuestro último Cervantes

Joseph Conrad es un trasterrado, un fugitivo, un emigrante. Nacido Teodor Konrad Korzeniowski en Ucrania de padres polacos, portó la cruz de su país partido y repartido, nación crucificada mil veces. Ciudadano de una patria partida, no es sino natural que Teodor Konrad Korzeniowski, al cabo, partiese también. De su nombre. De su lengua.

Este emigrante de la palabra, aristócrata de nacimiento, huérfano temprano, viajero al exilio familiar en Rusia donde la madre murió de tisis y el padre, traductor de Shakespeare, la siguió muy pronto, el joven Conrad quedó en manos de un tío benévolo que le permitió abandonar los estudios y hacerse, a los diecisiete años, a la mar. El gran océano será hogar y exilio durante dieciséis años. Muchos escenarios y acciones de sus novelas derivan de esta experiencia. Salta de un mercante incendiado a una canoa y vive catorce horas a la deriva (tema de Juventud). Vive en Java la borrasca de Tifón y en los archipiélagos malayos la vida de La locura de Almayer, El paria de las islas y Lord Jim. Penetra por el río al Congo Belga -el corazón de las tinieblas- y finalmente, como su narrador preferido, Marlow, se retira al borde del Támesis a contar historias.

Claro, la gran tentación al leer y presentar a Conrad es identificarlo con su experiencia marina y con los locales exóticos de África y Asia. Grave error. Conrad no es sus escenarios. Estos sólo sirven para exaltar lo que realmente le importa al autor. El ser humano en su encrucijada moral. La lealtad a sí mismo y a los demás. Pero también la traición propia y ajena. La capacidad de la naturaleza humana de engañarse a sí misma. Pero también la de confrontarse a sí misma. Yo contra yo. Los demás contra mí. Yo contra los demás. Este es el nudo dramático de Conrad y en Lord Jim sus temas encarnan en una sola palabra, esencial a lo largo de toda la obra conradiana, pero realmente central a Lord Jim. Es la palabra lealtad. Jim ha saltado de un barco para salvar su vida, abandonando a sus compañeros. Como éstos se salvan, la cobardía de Jim queda al descubierto. Ha roto la solidaridad con sus semejantes. Busca un nuevo territorio, más que para su libertad, para su redención. Lo encuentra: es un reino en la selva. Lo pierde. La culpa regresa en la forma de un invasor del falso paraíso del Señor Jim, Gentleman Brown, el Pardo Caballero que descifra a Lord Jim con una simple pregunta: "¿Qué culpa nos une?"

Lord Jim, como tantos personajes de Conrad, busca levantar la barrera de la lealtad contra las fuerzas del mal, pero no tarda en descubrir que se trata de una barrera frágil, una presa quebradiza que no tardará en ser sumergida por el mal... Lord Jim, que ha faltado al honor, es derrotado por el mal cuando se reconoce en el mal del enemigo:

Hay muchas sombras en los peligros de la aventura y las tormentas, y sólo de vez en cuando el rostro de los hechos adquiere la siniestra violencia de la intención, ese algo indefinible que se impone a la mente y al corazón humanos, advirtiéndoles que las furias elementales se acercan con intención malévola, con crueldad sin rienda, a fin de arrebatarles su esperanza y su miedo, el dolor de su fatiga y su anhelo de reposo...

Ruskin habló de la "patética falacia" de atribuirle humanidad a la naturaleza. Conrad no cae en esa trampa. No debemos leerlo como un escritor "exótico", sino como un escritor trágico y solitario en una naturaleza que carece de atributos humanos. Desprovista en extremo de moral humana, la imaginación de Conrad penetra "el corazón de las tinieblas", el Congo, para hallar, en la fuente misma del río, no la pureza de un manantial edénico, sino la encarnación del mal, el temible señor de las tinieblas, Kurz, cuyas palabras finales, suma de todo el pesimismo conradiano, son "¡El horror! ¡El horror!"

Joseph Conrad establece su reputación literaria en 1895 con la aparición de La locura de Almayer. Lord Jim se publica en 1900. Y Conrad vive hasta 1924, jamás honrado, como tampoco lo fue Galdós, por un Premio Nobel que para entonces ya habían recibido Echegaray y Benavente. ¿Existe, sin embargo, de La locura de Almayer a la obra final, El vagabundo de 1923, pasando por Juventud (1902), Tifón (1903), Nostromo (1904), El agente secreto (1907), Bajo la mirada de Occidente (1911), Victoria (1915), La flecha de oro (1919) y El rescate (1920), obra novelesca más coherente, personal, sostenida, original y trágica que la de este amante de los mapas llamado Joseph Conrad? Joyce y Proust levantan catedrales en tierra firme. Conrad se embarca en un barco azotado por los huracanes del corazón humano.

Destaco tres aspectos de la obra conradiana. Lenguaje. Acción. Y ética.

En traducción, el extraordinario evento lingüístico que es la prosa de Conrad tiende, naturalmente, a perderse. Por eso es tan importante tenerlo presente en la mente, si no ante los ojos. Conrad nace hablando polaco y aprendiendo francés. Aprende inglés a los veintitrés años. Y hay que admitirlo, es un extraño inglés. No se parece a nada que lo preceda o continúe, pues el otro gran caso de pasaje lingüístico -Vladimir Nabokov- escribe un inglés perfecto, clásico, pero no extraño. Esta extrañeza lingüística de Conrad proviene de una tradición descubierta que se transforma en admiración oculta. La tradición que sólo Conrad, por su condición de trasterrado, mira claramente, es la del latín y el francés en la lengua inglesa. La tradición más visible se complica, en Conrad, cuando une su propia tradición, latina, eslava y francesa, a la extrañeza extrema de la lengua sajona, dada por descontada por el escritor inglés o norteamericano, pero misterioso descubrimiento para el polaco Korzeniowski. Por la vía de ese descubrimiento, Conrad ve en la lengua inglesa lo que la cercanía misma le impide ver a los ingleses: la riqueza de sinónimos, el colorido, la atracción alterna de luz y sombra, los vocabularios superpuestos, la invitación al invento, al neologismo, a la construcción perturbada de la frase.

La extraña belleza del lenguaje en Conrad se bastaría a sí misma como novedad dentro del inglés. Pero en Conrad esta extrañeza es un extrañamiento ante la conducta humana. La lengua es extraña porque la acción humana lo es también. Conrad usa a un alter ego narrativo, Marlow, en varias ocasiones, pero nunca con más éxito que en esa pieza maestra que es El corazón de las tinieblas. Para entender la función del mismo Marlow en una obra más extensa como Lord Jim, es bueno recordar la extrañeza que Marlow invoca para explicar su relación con el fúnebre, tenebroso Kurz:

Es extraño cómo acepté esta sociedad imprevista, esta voluntad de pesadillas que me fueron impuestas en la tenebrosa tierra invadida por fantasmas mezquinos y avaros.

Es decir: el Narrador puede convertirse en su contrario. En esta frase de El corazón de las tinieblas están cifrados el enigma y el horror de la acción en Conrad. Escojo para destacar el tema otra gran novela de Conrad, Nostromo, que como todos saben ocurre en una mítica nación suramericana, Costaguana. El tema de la novela es la explotación de las minas de plata del país. Pero la acción de la novela es tanto una ilusión como un dilema morales. Cómo hacer dinero en una sociedad sin ley. Cómo compartir la riqueza con un pueblo paupérrimo. ¿Habrá justicia un día? Tal es "nuestro rayo de esperanza". Pero la acción de la novela determinará que la empresa, pese a sus intenciones justicieras, acabará pesando como una lápida sobre el pueblo, con tanta barbarie, crueldad e ineficiencia como los males mismos que quiso conquistar.

Prodigiosa, proféticamente, esta unión de narración y nación, de historias e histeria en Conrad, no ha hecho sino cumplirse, una y otra vez, en nuestra América Latina. Nostromo como El poder y la gloria o Bajo el volcán, pertenece a ese rango de novelas europeas que se trasmutan en las novelas latinoamericanas que nosotros, por falta de perspectiva o algún otro defecto, no pudimos escribir. Esta Costaguana tan aislada, dice Conrad, como un barco en alta mar, resume la trágica acción histórica de Nicaragua o Bolivia, de Perú o Venezuela. De Colombia, sobre todo.

Esta novela de la plata, entre la moral y la materia, entre el ideal y el interés, es como un puente entre Conrad el novelista de acción y Conrad el novelista moral. Victoria es una novela que nos conduce al extremo opuesto de Nostromo. El protagonista, Heyst, ha renunciado totalmente a la acción. El hombre es un ser que vive engañándose a sí mismo. Se alimenta de falsas ilusiones. Su único triunfo es la muerte. Con razón dice V.S. Pritchett que en ocasiones, Conrad parece un novelista vestido de sayal y cubierto de cenizas. Sus libros, añade con una punta de desdén insular, sus "sueños". "Su color, la irrealidad de sus protagonistas, los caracteres menores semejantes a insectos, viven en el crepúsculo compulsivo de un sueño hipnótico, un sueño que se inmoviliza en el intenso calor de la pesadilla." Esta vigorosa aunque injusta apreciación de Conrad por un crítico ortodoxo entre todos, sólo nos ilumina la dimensión ética de Conrad, en cuyas obras la aspiración moral suele ser derrotada por la ilusión y la fragilidad internas de los seres humanos. El crisol moral de Conrad lo explica la novela breve El negro del Narciso. El negro epónimo, ¿está enfermo o finge la enfermedad para no trabajar? Es ésta una cuestión que mina la moral de la tripulación -de los demás- porque la ambivalencia moral del negro revela la falta de valor de la propia tripulación, que no asume su propia ética sino que depende del accidente ajeno -el negro enfermo-- y al abandonar la ética, mina también la acción.

Lenguaje, acción y moral. Los tres ejes de la creación conradiana son otros tantos frentes de un combate novelesco que a veces se complementa, a veces se distancia y hasta se enemista consigo mismo. Conrad era gran admirador de Turguéniev y de su estudio comparativo de Hamlet y Don Quijote, los dos polos de la naturaleza humana para el autor ruso. Conrad es el Jano de los novelistas. Como escritor de acción, ve en Hamlet a un ser inútil cuyas virtudes lo paralizan. Pero como Hamlet, Conrad puede ser un pesimista capaz de escribir estas negras frases en una carta a Cunningham Grahame:

Fornicación, señores míos, crimen, adulterio, mentiras y el ofertorio, tales son, y siempre serán, los principales motivos de la vida... Una sucia farsa interpretada por imbéciles y putas sobre un pobre tablado manejado por un empresario incompetente...

Tan oscura apreciación, cercana al mundo como escenario donde un imbécil narra una historia llena de ruido y de furia que nada significan, es, sin embargo, sólo un extremo dramático de la visión que con trágica ternura narra Conrad, por ejemplo, cuando en Victoria la atenúa escribiendo que la presencia del hombre en la Tierra es un accidente imprevisto y que no resiste a un examen severo, aunque, de nuevo, acentúa su pesimismo cuando el protagonista Heyst, en Victoria decide "irse a la deriva" para concluir con la palabra final de la novela, "¡Nada!"

No estamos hablando, insisto, de un autor que simplifica, sino, acaso, del más complejo moralista de la novela moderna. Pues al lado del pesimismo extremo de los Hamlets finales de Conrad, aparecen sus Quijotes movilizando a la humanidad porque ellos ven algo que nadie más sabe escudriñar en los horizontes del mundo. Ya el tutor de Conrad, cuando su protegido se dio a la mar, dijo de él, "es un Quijote" y en contra de su pesimismo shakespeareano, Conrad invoca un optimismo cervantino. En su Bitácora personal, Conrad nos dice que Don Quijote es su santo patrón y en El rescate, nos habla de "hidalgos errantes en el mar". Acaso sean estas palabras de Nostromo las que, al cabo, concilian los extremos del pesimismo y el idealismo en Conrad, dándole a la acción su dimensión ética y a la moral un sustento activo:

Sólo en nuestra actividad encontramos la ilusión sustantiva de una existencia independiente, opuesta al orden de las cosas del cual formamos parte tan indefensa.

Contra esa indefensión en una naturaleza hostil, contra el mal de la sucia farsa histórica, contra la deriva y la nada, Joseph Conrad, al fin y al cabo, nos ofrece la tabla de salvación de la belleza narrativa, del universo novelesco en el cual debatir, gracias al lenguaje, a la acción y a la ética, el sentido de nuestra presencia en la Tierra.



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