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La insignia
24 de mayo del 2002


Leopoldo Méndez, cien años de vida (I)


Elena Poniatowska
La Jornada. México, 23 de mayo.

Ilustración:
Leopoldo Méndez: Tierra y libertad, 1934.


Hace unos días Carlos Monsiváis comentó en la casa: ''Sería el colmo que nadie recordara el centenario de Leopoldo Méndez, el 30 de junio de 2002, pero tal y como anda la cultura puede suceder". Méndez es sin duda el grabador más prestigioso que ha dado México, después de José Guadalupe Posada. Pertenece al llamado Renacimiento Mexicano y su nombre bien puede añadirse al de los Tres Grandes y al de Rufino Tamayo. Hace suyo al maravilloso México de Lázaro Cárdenas, Heriberto Jara, Isabel Villaseñor, Federico Canessi, Ignacio Millán, las hermanas Campobello, María Izquierdo, Gabriel Fernández Ledesma; Lola y Germán Cueto, Germán List Arzubide; José, Fermín, Silvestre y Rosaura Revueltas; Ramón Alva de la Canal, Xavier Guerrero y Tina Modotti; Carlos Mérida, Juan de la Cabada, Manuel y Lola Alvarez Bravo; Dolores del Río, el Indio Fernández y Gabriel Figueroa, quien le pidió que hiciera los grabados para las películas Río escondido, Pueblerina y La rosa blanca. Eran verdaderos murales en los que después de ocho segundos se superponían los títulos, pero se seguía viendo el grabado; bueno, los 10 grabados de Leopoldo, cada uno más explosivo y emotivo que el otro.


Carteles antifascistas durante la Segunda Guerra Mundial

Hijo de una familia pobre, nunca buscó las candilejas. Nadie del Taller de Gráfica Popular (TGP) las buscó, al contrario, los grabadores fueron tan modestos que hasta llegaron a borrarse a sí mismos. Leopoldo Méndez fue sin lugar a dudas el más destacado y el de mayor envergadura. El nacimiento del TGP coincidió con el sexenio de Lázaro Cárdenas y sus programas de educación socialista. Cuando después de una crisis se disolvió la LEAR (Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios), en 1938, Méndez, Pablo O'Higgins y Luis Arenal, impulsados por David Alfaro Siqueiros y Javier Guerrero -que pertenecían a la sección de Artes Plásticas de la LEAR- decidieron fundarlo para convertirse en los intérpretes de un pueblo en lucha y manifestarse en contra del arte elitista. Pintarían, dibujarían, escribirían en un lenguaje sencillo y comprensible para los mexicanos más pobres. Ya Orozco, Rivera y Siqueiros reivindicaban a los indígenas en los muros de los edificios públicos del Centro, Leopoldo Méndez (así como Posada) decidió que los mensajes gráficos en volantes, en carteles, en periódicos serían la mejor manera de acercarse al mexicano común y corriente. Sólo necesitaban un impresor, José Sánchez, y una prensa litográfica y así impulsaría a la recién fundada CTM (Confederación de Trabajadores de México), a los maestros en lucha por la democracia, a los ferrocarrileros, a los trabajadores de Petróleos y Electricidad, a los barrenderos. ''Ligo mi obra a la lucha social" -manifestó Leopoldo en alguna ocasión. Los dos pilares del TGP fueron dos hombres: uno moreno y guapísimo, y otro rubio y guapísimo: Méndez y O'Higgins, que además se querían como hermanos.

En julio de 1944 sólo había siete miembros del Taller (Aguirre, Bracho, Méndez, Mora, Ocampo, O'Higgins y Zalce). A fin de año entraron Alberto Beltrán, Fernando Castro Pacheco y se reincorporaron Luis Arenal, Raúl Anguiano.

Otros miembros fueron Jesús Escobedo, Everardo Ramírez, Antonio Pujol y Gonzalo de la Paz Pérez, que se reunían a grabar en linóleo y en piedra, primero en la calle de Regina y luego en Belisario Domínguez 69. Muy pronto a estos fundadores iniciales se unieron otros más jóvenes: Mariana Yampolsky (primera mujer miembro del TGP); Gustavo Monroy, Roberto Berdecio, Elizabeth Catlett, Isidoro Ocampo, Oscar Frías, Antonio Franco, Jesús Escobedo, Francisco Dosamantes, José Chávez Morado.

Entre todos ellos destacó la fuerza y el talento generoso de Leopoldo Méndez, hijo de un zapatero y de una campesina. Ninguno alcanzó una obra tan sobresaliente, ninguno con esa leyenda de grandeza. Sus grabados tienen una fuerza impactante, golpean en plena cara; Leopoldo estigmatiza la brutalidad de la pobreza porque burila su crueldad.

Junto al genio de Posada, la capacidad de Méndez sólo puede compararse con la de José Clemente Orozco. Representa una sociedad injusta y desgarrada, acosada por la corrupción y el descrédito. Leopoldo Méndez le abre la boca a un espantoso empresario que estira sus labios con sus propias manos para que entren en avalancha las monedas y titula su grabado: Algunos tragan mucho.

Otro igualmente impresionante es (Homenaje al heroico ejército de guerrilleros yugoslavos) grabado en linóleo en 1942 en el que un hombre enfurecido levanta un hacha sobre los responsables de la guerra teniendo como fondo un paisaje en llamas, pero el que más me conmueve es el El tren. Un soldado nazi abre un vagón y, lámpara en mano, señala a los aterrados judíos conducidos al campo de concentración. De joven, Méndez había pertenecido al grupo de los estridentistas, y Manuel Maples Arce y Germán List Arzubide fueron sus amigos. Alumno de San Carlos y también de las Escuelas al Aire Libre, la de Ramos Martínez y la de Chimalistac, Méndez no sólo fue ''pato" (ayudante de escenógrafo) sino que viajó mucho por la República y anduvo como maestro en las Misiones Culturales: Jalapa, Veracruz, Guadalajara, el estado de México y hasta Los Angeles, donde montó su primera exposición en 1930. Sus grandes zancadas y su pelo rebelde se volvieron proverbiales. Miembro fundador de la LEAR (1933-1937), a él se debe el Taller de Gráfica Popular. Enemigo de Hitler, por él, 32 mil carteles fueron repartidos y fijados en 16 semanas en todas las calles del Centro, así como volantes y calaveras satíricas en contra de los acaparadores, los traficantes, los políticos, los revolucionarios enriquecidos. También por él se recupera el amor a los códices y sobre todo se valoriza la obra de Posada, su extraordinario antecesor. Méndez recupera las calaveras y lanza las suyas en contra de los propietarios y los rompehuelgas. Hannes Meyer, del Bauhaus, publica en 1949 doce años de obra artística y colectiva del TGP que comprende a 50 artistas gráficos, y Yampolsky se estrena como fotógrafa con su cámara Rolleicord al retratar a cada uno de ellos y ocuparse de exponer su obra tanto en México, Estados Unidos y Europa. Al hacerlo, se da cuenta de que la fotografía le gusta casi tanto como el grabado.


Emoción por el mar

Cuando conocí a Leopoldo Méndez, en 1956 (creo), estaba casado con Andrea Hernández y tenía dos hijos: Pablo y Andreíta. A ella le ayudaba a hacer la tarea. Era un hombre dulce y afectuoso, nunca tuvo un exabrupto, sabía escuchar y hacer suyos los problemas de los demás. Fue tierno, muy bondadoso con sus hijos, los quería mucho y les hablaba en ''ito", todo se los decía en chiquito, como si fueran niños, a lo mejor así los vio siempre. Cuando su hija estaba en la secundaria, daban las 10 de la noche, ella no terminaba su tarea y Leopoldo, preocupado, sugería:

-Hijita, ya acuéstate.
-Todavía me falta la prueba de dibujo.
-Yo te lo hago, vete a acostar hijita linda.

Esa noche Leopoldo permaneció hasta la una de la mañana dibujando, pero al día siguiente cuando regresó de la escuela, Andreíta le dijo llorosa que la habían reprobado precisamente en dibujo. El fue a la escuela a buscar al maestro, quien resultó ser su amigo y éste le dijo: ''¡Qué mala es para dibujar tu hija, no salió a ti!"

Las mujeres se enamoraban de Leopoldo Méndez a las primeras de cambio. ''¡Es que Leopoldo es un tipazo!" María Sten lo chuleaba muchísimo. ''¡Ay, pero qué guapísimo!", y él se ponía colorado. Era modesto, muy humilde, se bañaba dos veces al día y gastaba su poca ropa a puro talle y talle en la piedra del lavadero, tanto que en Holanda, donde no son tan aficionados a la regadera (quizá por lo mismo de los canales), le pusieron Mister Clean Clean cuando fue a imprimir el libro del muralismo para el Fondo Editorial de la Plástica Mexicana.

Mariana Yampolsky guardó muchos recuerdos de Leopoldo en relación con el agua y contaba que se metía a cuanto charco, lago o río veía a lo largo del camino, y cuando todos decían que hacía un frío terrible él se tiraba al río y lo cruzaba a grandes brazadas. Siempre lo emocionó el mar, ver el mar, entrar al mar y seguir con la vista al sol que se mete, mojarse bien mojado y después cantar a voz en cuello mientras se secaba y volvía a vestirse, canciones populares de las que Concha Méndez (la mujer de Hernán Laborde) fue recogiendo por toda la República mexicana.

En las fiestas cantaba y era muy platicador, pero nada lo exaltaba tanto como sus salidas al campo que lo hacían recordar un sinfín de anécdotas sabrosísimas y recorrer sus cuadernos de apuntes que hoy por hoy son verdaderos tesoros, como deben serlo también los de Alberto Beltrán, quien adquirió de su maestro la costumbre de hacer apuntes en la calle y en el campo de todo lo que veía. Tenía la risa fácil este Leopoldo Méndez y la sonrisa infinitamente tierna. Disfrutó de cada día y nunca tuvo grandes depresiones, al contrario, lo único que le desesperaba era sentir que no le salía su trabajo. Dice Rafael Carrillo que la goma de borrar fue el peor enemigo de su obra, porque cuando a él (Rafael) le parecía ya extraordinario el dibujo, Leopoldo borraba para volver a empezar. A muchos irritaba esta inconformidad. ''¡Qué desesperación contigo, Leopoldo!" ''Es que no está bien, no puede quedarse así, no estoy tranquilo". Todo lo hacía con gran esmero tardándose mucho, y a lo largo de los años se volvió cada vez más exigente consigo mismo.

Siempre llamó mi atención que hablara de sí mismo utilizando la primera persona del plural. Lo interrumpía: ''¿Quiénes son 'nosotros', tú, Leopoldo y quién? ¿Quiénes estaban contigo?". Él se excusaba:

-No me gusta emplear la primera persona.
-Es que se presta a confusión.
-No le aunque, no me gusta decir ''yo".
-Es que me complicas mucho la entrevista. ¿Por qué no dices sencillamente ''yo"?

Siempre he sido impertinente y media y él fue un hombre muy fino en sus modales y en su expresión. Nunca mostró que alguien le cayera mal, lo importunara o le quitara el tiempo. Al contrario, asumía la pena ajena, la insistencia ajena, la torpeza, la ignorancia. Este hombre supo crear en torno de él un ámbito amoroso porque conocerlo era quererlo y admirarlo, y él a su vez siempre supo dar amor.

A los 60 años, Méndez se enamoró de nuevo de Micaela y su enamoramiento me llamó prodigiosamente la atención. Micaela lo conoció porque en La Esmeralda le dijo Antonio L. Ruiz: ''El maestro Leopoldo Méndez necesita una modelo para hacer unos grabados para los titulares de la película El rebozo de Soledad. Por favor vaya usted a verlo". Cuando la vio, Leopoldo ya no pudo dejar de verla. Hipnotizado no le quitó los ojos de encima al grado de que Micaela, molesta, le preguntó: ''¿Qué tanto me ve, señor?". Leopoldo no dejaría de verla sino hasta la hora de su muerte.


El loco amor

Ese señor que ven ustedes parado en la esquina esperando su camión, ese hombre que sube y se sienta con los pies para adentro y cuando levanta la vista tiene el cabello en la frente y le dicen ''copete de hueso", porque siempre se le caen los mechones, ése se llama Leopoldo Méndez. Vive muy lejos, lejísimos, por la Villa, pero no a la sombra de la Virgen, sino en esas colonias de casuchas que se refugian en la serranía, se apeñuscan como cabras, se recargan las unas en las otras deteniéndose con los codos, agarrándose con las uñas para no venirse abajo, apretujándose en la falda de la montaña, aunque no tenga agua, ni luz ni drenaje ni fosa séptica ni maldita la cosa. ''¡Esquina, bajan! ¡Arrancan, vámonos!"

Bueno, ahora sí, ya pasamos los Indios Verdes, ahora falta poco, por allí por donde ya no trepa el camión y los senderos se vuelven un puro hilito, allí baja Leopoldo y camina levemente encorvado, atisbando a lo lejos, la mirada café entre los mechones grisáceos y prematuramente blancos, sus cuadernos de dibujo, su papel, un periódico y algún otro libro bajo el brazo; sus gruesos zapatos de pobre cubriéndose con el polvo del camino. Decía Yampolsky que nadie vivió nunca en barrios tan populares ni tan pobres ni tan alejados de su trabajo, nadie viajó nunca tantas horas para ir y venir al Centro, ni siquiera los que ahora viven en Ciudad Nezahualcóyotl y dicen que hacen tres horas en la mañana y tres horas en la noche y regresan todos traqueteados con el pasamanos encajado en los riñones, la hojalatería temblándole en las manos, la peste de la gasolina recorriéndoles el alma.

(Leopoldo siempre caminó a grandes zancadas, sus ojos de mirada fuerte viendo hacia adelante. Todo en él era fuerza, su mirada, sus manos, sus zapatos, sus dientes de bellísima sonrisa, su pobreza, su infinita pobreza, porque nunca salió de pobre. Ni buscó salir.)

Cuando vivió con Micaela fue aún más pobre, porque todo lo dejó en su primera casa, su sueldo y sus cosas personales.

Sin embargo, Leopoldo fue feliz en esas tres y sucesivas casas de palo y de cartón que inmediatamente volvió hermosas porque las cubría con sus dibujos y pinturas, apuntes de Micaela sonriendo, recargada sobre un brazo, dormida; de Micaela mirando hacia lo lejos, mirándolo asombrada de que él la amara tanto. Micaela barría muy bien el piso, escombraba con cuidado y para dar de comer se iba al monte a traer plantas y hierbas, diente de león, y tlanchalahua, cocolmeca y papaloquelite, Santa María y aluzema y muchas otras que recogía en un delantal y guisaba después; huazontles, hongos en época de lluvias, nopales tiernos y verdes, verdolagas que dejan un sabor acidito en la boca.

Con qué gusto sopeaba Leopoldo su tortilla en el caldo de frijol, con qué gusto también levantaba los ojos del plato para ver a la mujer amada porque en ésa época Leopoldo decidió vivir con Micaela su amor de hombre maduro y lo dejó todo por ella. En cambio, les daba a sus dos hijos hasta lo que no, ¡la canija culpabilidad! Papá que regálame una motocicleta, papá que quiero aprender a tocar el piano y sin piano en casa no aprendo, y allí iba Leopoldo anhelando comprar pianos y licuadoras con tal de que a él le dejaran su pedazo de cielo allá en el monte.

La atracción que el campo ejercía sobre Leopoldo siempre fue muy grande y gozaba en la aspereza de la falda de la montaña, con las limitaciones de la pobreza, los pocos trastes, los tres palos de su tendido. Al vivir con muy poco justificaba su posición política y al vivir su amor llenaba de sentido todas esas superficies trabajadas con gubias, las vetas que deja el buril, los múltiples canales que se ahondan en la plancha de madera, en la del linóleo, grabadas durante años con un cuidado extremo, con infinita paciencia y que ahora le saltaban al rostro llenándoselo de líneas, de pequeñísimos surcos, cortándoselo al hilo, afilándolo, volviéndolo cada vez más espíritu. Por eso nada es tan hermoso como el retrato de Micaela en su vestido amarillo.



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