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La insignia
31 de enero del 2002


Mi madre


Amy Tam
The New Yorker. EEUU, diciembre del 2001.

Traducción para La insignia: Berna Wang


Las palabras más aborrecibles que he dicho en mi vida a otro ser humano se las dije a mi madre. Yo tenía dieciséis años. Surgieron de la tormenta de mi pecho y las dejé caer con una furia de granizo:

- Te odio, ojalá estuviera muerta.

Esperé que se desplomase, alcanzada por la crueldad de mis palabras, pero seguía de pie y erguida, con la barbilla levantada y los labios estirados en una sonrisa de loca.

- Muy bien, a lo mejor me muero -dijo- . Entonces ya no seré tu madre.

Teníamos muchos intercambios parecidos. A veces intentó matarse de verdad, corriendo a la calle, sosteniendo un cuchillo contra la garganta. Ella también tenía tormentas en el pecho. Y lo que lanzaba hacia mí era tan rápido y mortal como los rayos.

Después de nuestras discusiones no me hablaba durante días. Me atormentaba, hacía como si no sintiera nada en absoluto hacia mí. Para ella yo estaba perdida. Y por eso yo perdía una batalla tras otra, las perdía todas: las veces que me criticaba, me humillaba delante de otros, me prohibía hacer esto o aquello sin escuchar siquiera una sola buena razón de que debería ser al contrario. Me juré que nunca olvidaría esas injusticias. Las guardaría, endurecería mi corazón, me haría tan impenetrable como ella.

Recuerdo esto ahora porque también recuerdo otra ocasión, hace sólo un par de años. Yo tenía 47 años, ya era una persona distinta, me había convertido en escritora, en alguien que usa la memoria y la imaginación. Y precisamente estaba escribiendo una historia sobre una niña y su madre cuando sonó el teléfono.

Era mi madre, lo que me sorprendió. ¿Le había ayudado alguien a hacer la llamada? Hacía tres años que había empezado a perder la cabeza debido al Alzheimer. Al principio olvidaba cerrar con llave la puerta. Después olvidó dónde vivía. Olvidó quién era la gente y lo que habían significado para ella. Últimamente era incapaz de recordar muchas de sus penas y preocupaciones.

- Amy -dijo, y empezó a hablarme deprisa en chino- . Me pasa algo en la cabeza. Creo que me estoy volviendo loca.

Aguanté la respiración. Normalmente apenas podía decir más de dos palabras seguidas.

- No te preocupes -empecé a decir.

- Es verdad -prosiguió- . Siento como si no pudiera acordarme de muchas cosas. No me acuerdo de lo que hice ayer. No me acuerdo de lo que pasó hace mucho tiempo, de lo que te hice...

Hablaba como alguien que se estuviera ahogando y hubiera conseguido sacar la cabeza del agua a fuerza de voluntad de vivir, y se daba cuenta de pronto de lo lejos que estaba de la orilla, de lo imposible que era alcanzarla. Habló desesperadamente.

- Sé que hice algo para hacerte daño.

- No -dije yo- . En serio, no te preocupes.

- Hice cosas terribles. Pero ahora no me acuerdo de qué. Y sólo quiero decirte... Espero que puedas olvidar igual que he olvidado yo.

Intenté reír para que no se diera cuenta de que se me quebraba la voz- . En serio, no te preocupes.

- Vale, sólo quería que lo supieras.

Después de colgar, lloré de felicidad y también de tristeza. Volví a ser una niña de dieciséis años, pero la tormenta que tenía en el pecho había desaparecido.

Mi madre murió seis meses después. Pero me había dejado las mejores palabras para curar, tan abiertas y eternas como el despejado cielo azul. Juntas, sabíamos en nuestro corazón lo que debíamos recordar, lo que podemos olvidar.



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