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La insignia
25 de diciembre del 2002


La increíble y triste historia de América Latina
y su perversa deuda externa (II)*


__SUPLEMENTOS__
Londres + 50

Alberto Acosta (1)
La Insignia. Ecuador, diciembre del 2002.


Un alegre proceso de endeudamiento externo

La década de los 70 marcó un momento de ruptura en el sistema mundial y de surguimiento de nuevas formas de relación en la división internacional del trabajo, cuando se consolidó la mundialización del capitalismo. La expansión de las disponibilidades financieras a nivel internacional surgió con los masivos desbalances económicos provocados en los EEUU por efectos de su guerra imperial en Indochina y, sobre todo, por su pugna comercial con las otras potencias. Esta situación, que ya se venía gestando de años atrás, tuvo su partida oficial de nacimiento con la eliminación (unilateral) de la convertibilidad del dólar en oro (agosto de 1971) por parte del gobierno estadounidense, a raíz de la evidente debilidad de su moneda como un activo de reserva internacional.

En estas condiciones el creciente flujo de recursos financieros destinados hacia los países subdesarrollados tendría como telón de fondo un incremento sin precedentes de la liquidez internacional, que no encontraba una rentabilidad adecuada en los centros, por la recesión de finales de los años 60 e inicios de los 70. Esta disponibilidad de recursos creció aceleradamente con el "reciclaje" de los petrodólares a partir de 1974; el incremento de los precios del crudo agudizó el problema, pero no lo generó.

En estas circunstancias, cuando existía una sobreoferta de recursos financieros, disminuyó la rigurosidad en la concesión de los créditos por parte de la banca y se produjo una priorización de las formas financiero-comerciales por sobre las productivas. Los bancos ofrecían y aún obligaban, directa o indirectamente, a los países subdesarrollados a aceptar préstamos, muchos de los cuales ni siquiera eran indispensables. Eso sí, sin dejar de obtener en todo momento grandes ganancias. El endeudamiento externo de los países de la región respondía a los intereses de la banca internacional, y no sólo a las necesidades de los países que se endeudaban.

Además, la banca privada, que actuó en forma consciente y muchas veces coordinada otorgando "préstamos sindicados", tuvo prácticas no sólo inapropiadas, sino muchas veces imprudentes o abiertamente corruptas: pensemos en los créditos innecesarios que banqueros internacionales obligaron a contratar a varios países subdesarrollados (Brasil, por ejemplo), en la multiplicidad de préstamos sin "objeto lícito", en los préstamos que se obligó a contratar a empresas públicas y que luego fueron destinados a otros usos, en aquellos créditos entregados a empresas privadas sin garantía gubernamental y que luego fueron transformados en deuda pública -la "sucretización" de la deuda externa privada en el Ecuador, que luego se extendería en muchos otros países de la región- por presión de los acreedores, a la cabeza los organismos multilaterales: Banco Mundial y FMI.

En la época de la "inflación" de los créditos, existió una pésima administración de los créditos por parte de los acreedores en su desesperación por prestar, cuando los recursos financieros les sobraban o no encontraban una ubicación productiva en el Norte. Muchas veces recurrieron a comisiones y spreads cuestionables jurídicamente. En suma, la banca prestó en forma precipitada cuando tenía exceso de fondos y luego encareció de manera drástica los créditos o aún los frenó cuando vislumbró dificultades. Además, los grandes bancos prefirieron colaborar con gobiernos despóticos y corruptos, como sucedió en Indonesia o Brasil para recordar apenas dos países de una lista muy larga.

Junto a los bancos asoma una multitud de compañías extranjeras, muchas de ellas transnacionales, que participaron activamente en la danza de los millones, vendiendo incluso tecnologías obsoletas. Hay casos paradigmáticos de empresas internacionales que con tal de vender sus productos propiciaban cualquier locura: la construcción de una planta termonuclear por un valor de 2.500 millones de dólares en las Filipinas sobre terreno sísmico y que por sus rajaduras no puede generar electricidad, por ejemplo. En esta línea de actos donde la corresponsablidad de los acreedores es indiscutible, a más de la inocultable corrupción, cabe la fábrica de papel de Santiago de Cao en el Perú, que no pudo funcionar por no tener suficiente agua, o el inconcluso tren eléctrico de Lima; la refinería de estaño de Karachipampa en Bolivia, la cual, por estar ubicada a 4.000 metros de altura, no tiene suficiente oxígeno para operar, la procesadora de basura para Guayaquil, que nunca se instaló; la acería ACEPAR en Paraguay, que no funciona desde su culminación hace más de 14 años; o, la imprenta del Ministerio de Educación de Quito, instalada en 1991, más 12 años después de haber sido comprada (y que aún no funciona), cuando el país de origen ya no existía: la República Democrática Alemana. Muchos proyectos resultaron improductivos: grandes elefantes blancos, a pesar de contar con la costosa asesoría de empresas extranjeras y la supervisión de los organismos multilaterales, pero permanecen como un pasivo oficial a ser pagado por los países pobres. Y en otros tantos proyectos su costo final fue muy superior al inicialmente presupuestado. La venta de armas es otra muestra de esta complicidad.

Durante este festín crediticio, los organismos internacionales -como el Banco Mundial, el FMI y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID)- apoyaron decididamente la contratación de créditos por parte del mundo subdesarrollado, hasta entonces relativamente marginado del mercado financiero. Esa era la mejor salida frente a la crisis recesiva en los países centrales. Además, estos organismos alentaban la contratación de créditos externos: el BID, para mencionar un caso, indicaba en 1983 (ya en plena crisis), que el precio promedio del petróleo en los años ochenta llegaría a los 50,- dólares por barril y en los noventa a 80,- dólares por barril: mensaje que forzaba el endeudamiento agresivo de gobiernos irresponsables en el caso de los países exportadores de crudo y que aupaba grandes inversiones energéticas no petroleras en los importadores. En este ambiente, los gobiernos y los grupos dominantes en los países periféricos encontraron la oportunidad propicia para satisfacer, aunque sea parcial y temporalmente, su crónico déficit de financiamiento. Azuzado por los dos lados, este proceso devino en un agresivo y alegre endeudamiento, el cual, como sabemos, no condujo a una adecuada utilización de los recursos contratados. Otra causa que explica la agudización de la crisis.

Posteriormente, ya en plena crisis, estos organismos -con funcionarios subsidiados por los cuatro costados- asumieron el papel de cobradores y ajustadores de las economías que ellos contribuyeron a endeudar.

No se puede ocultar, de ninguna manera, que el problema se complicó dentro de los países subdesarrollados. En un análisis más detallado, sería preciso diferenciar entre los pueblos y sus gobiernos, muchos de ellos dictatoriales, los cuales, en la década de los 70, se sumaron entusiastamente al proceso de endeudamiento inducido internacionalmente y que les permitía mantener los patrones de acumulación y sus privilegios sin alterar las estructuras internas. Los elevados montos de la deuda y su deficiente utilización se comprenden, también, por las inversiones sobredimensionadas, el establecimiento y la consolidación de patrones de vida consumistas de reducidos grupos de la población, las masivas compras de armas, la corrupción, la transferencia al exterior de recursos financieros por parte de agentes económicos nacionales -no solo de las empresas extranjeras- y, por supuesto, el creciente pago de intereses de los créditos a la banca internacional, que exacerbaría la situación a principios de los años 80. No sorprende, pues, que los pueblos latinoamericanos hayan sido los menos beneficiados con este endeudamiento acelerado.

Así las cosas, la brecha de divisas es explicable por la salida masiva de recursos (fuga de capitales, servicio de la propia deuda o transferencias de utilidades y regalías), así como por el ineficiente uso de los factores de producción y por la inexistencia de patrones de consumo ajustados a la realidades nacionales, que no permitieron el establecimiento de un proceso de acumulación endógeno. El deterioro de los términos de intercambio, por ejemplo las bajas ocasionales de la cotización de petróleo, fue también cubierto con deuda externa, aprovechando la disponibilidad de recursos en los mercados financieros internacionales. Por otro lado, los créditos externos sustituyeron el logro de niveles más elevados de ahorro interno, al postergar reformas tributarias progresivas que habrían logrado mejorar la presión fiscal y, al mismo tiempo, podían haber contribuido a mejorar los niveles de equidad. Por otro lado, muchos de los capitales contratados en los mercados internacionales cerraron temporalmente las brechas fiscales e incrementaron el consumo antes que la inversión.


La gran crisis de la deuda externa a fines del siglo XX

Al terminar los años 70 e iniciar los 80, las dificultades económicas internacionales empezaron a agudizarse, toda vez que los desbalances de la principal economía del mundo, la norteamericana, presionaron sobre las relaciones comerciales y financieras mundiales. Desequilibrios que obligaron a un reajuste en dicha economía, lo que motivó el incremento de las tasas de interés y la disminución de los créditos hacia los países subdesarrollados.

Nuevamente el detonante de la crisis latinoamericana estuvo en los EEUU: su política económica restrictiva, conocida como el "reaganomics", a partir de 1981, tornó completamente inmanejable la deuda externa de los países subdesarrollados. Washington buscaba reducir los enormes déficit de su economía, tratando de consolidar su superioridad militar sobre la Unión Soviétiva y su liderazgo económico sobre los otros países industrializados. En la práctica, con una suerte de perverso keynesianismo, se produjo un incremento masivo del gasto en armas -"la guerra de las galaxias"-, que no pudo ser equilibrado con la restricción del gasto en áreas sociales. Como corolario, sus desequilibrios siguieron en aumento y los EEUU se convirtieron en la principal economía deudora del mundo y en una aspiradora que succionó capitales de América Latina. Este reflujo benefició también a los otros países industrializados, que ya habían superado la fase recesiva y que, por tanto, podían integrar cada vez más recursos en sus actividades productivas domésticas.

Como resultado de la política monetaria restrictiva en los EEUU, se experimentó una acelerada alza de las tasas de interés en el mercado internacional, lo cual obligó a los países subdesarrollados endeudados a ajustar sus economías para sostener la creciente cantidad de recursos necesarios para servir la deuda. Ajustes que exigieron, en primera instancia, una masiva reducción de las importaciones, al tiempo que paulatinamente se realizaban cambios para abrir las economías endeudadas en función de las necesidades del capital financiero internacional.

Los países latinoamericanos, transformados en exportadores netos de dólares, recurrieron a sucesivas renegociaciones de su deuda externa con la banca internacional, con la consiguiente imposición de condicionalidades de los organismos multilaterales, que ahora actuaban de cobradores...

Recordemos también que, en 1982, como parte de la misma estrategia de reordenamiento del poder mundial, los precios del petróleo y de otras materias primas empezaron a debilitarse en los mercados internacionales. En especial, se procuraba reducir su valor para disminuir la brecha externa de la economía norteamericana. Y, en este ámbito, también como parte de este esfuerzo para ordenar las estructuras de poder, los EEUU apoyaron a Gran Bretaña en la guerra de las Malvinas, lo cual, también, afectó el ambiente financiero internacional.

Este fue, en resumen, el telón de fondo del estallido del problema de la deuda, que se produjo a raíz de la suspensión de pagos de México en agosto de 1982.

A partir de entonces la situación se volvió en extremo crítica. Las renegociaciones, que se sucedieron y que fueron apoyadas y dirigidas por los organismos mutilaterales, trajeron consigo sucesivos programas de estabilización y de ajuste, tanto para garantizar el servicio de la deuda, como para proceder al ordenamiento de las economías subdesarrolladas, en el marco de lo que se conocería poco más tarde como "Consenso de Washington": estrategia neoliberal que imputa la causa de la crisis de la deuda a los gobiernos latinoamericanos y a sus políticas económicas, particularmente a los esfuerzos de industrialización vía sustitución de importaciones, que contaban con una participación activa -en ningún caso totalizadora- del Estado y que priorizaban el mercado interno, sin llegar a ser, en ningún momento, una propuesta autárquica.

América Latina se hundió paulatina y conscientemente en una profunda recesión. A pesar de lo cual, hay que destacar que el esfuerzo realizado fue descomunal, en condiciones internas sumamente difíciles y enfrentando un mercado mundial cruzado por proteccionismos de diversa índole y por la caída de los precios de las materias primas. La región financió una tremenda sangría de recursos: el servicio de la deuda externa alcanzó un monto neto negativo estimado en unos 238 mil millones de dólares en la década de los 80 (más de tres veces superior al monto real del Plan Marshall); la fuga de capitales habría estado en ordenes de magnitud que pueden fluctuar entre los 100 mil y 300 mil millones dólares (dependiendo de su definición y en muchos países superior al monto del endeudamiento foráneo) y el deterioro de los términos de intercambio en alrededor de 250 mil millones de dólares. En esta sumatoria de recursos destinados a financiar las necesidades derivadas de la revolución tecnológica en marcha en los países industrializados, habría que añadir la repatriación de capitales y las remesas de utilidades de las inversiones extranjeras (superiores a los capitales invertidos), el pago de regalías y otros derechos tecnológicos, la sangría de "cerebros" y de mano de obra extraídos sistemáticamente de los países del Sur. Un punto aparte merecen los costos provocados por el neoproteccionismo de los países del Norte.

En este listado, merecen un tratamiento especial la deuda ecológica, en la cual los deudores son los países ricos y los acreedores los pobres. Esta deuda, que se originó con la expoliación colonial -la tala masiva de los bosques naturales, por ejemplo-, se proyecta tanto en el "intercambio ecológicamente desigual", como en la "ocupación del espacio ambiental" por parte del estilo de vida depredador de los países industrializados. Además, hay que incorporar las presiones provocadas sobre el medio ambiente a través de las exportaciones de recursos naturales -normalmente mal pagadas y que tampoco asumen la pérdida de la biodiversidad, para mencionar otro ejemplo- provenientes de los países subdesarrollados, exacerbadas últimamente por los crecientes requerimientos que se derivan del servicio de la deuda externa y de la propuesta aperturista a ultranza. Propuesta que, al estimular al máximo las exportaciones, ha devenido en promotora y aceleradora de los monocultivos, del uso incontrolado de agrotóxicos, de la deforestación masiva, de la mayor e indiscriminada presión sobre los recursos naturales. Adicionalmente, desde la lógica fiscal de los programas de ajuste estructural y de las políticas de estabilización se han reducido sustantivamente las escasas inversiones destinadas a aquellos proyectos de protección y aún de restauración ecológica que serían indispensables para reducir la sobre-explotación de la oferta ambiental. Y la deuda ecológica crece, también, desde otra vertiente interrelacionada con la anterior, en la medida que los países más ricos han superado largamente sus equilibrios ambientales nacionales, al transferir directa o indirectamente "polución" (residuos o emisiones) a otras regiones sin asumir pago alguno. Todo enmarcado en un ambiente donde se precisa asumir la creciente internacionalización de las externalidades, como otro de los factores que complica aún más la "globalización". Por eso bien podríamos afirmar que no solo hay un intercambio comercial y financieramente desigual, sino que también se registra un intercambio ecológicamente desequilibrado y desequilibrador.

En este listado de reclamos ecológicos, a los cuales habría que añadir el tema de la deuda social, hay que incorporar la expoliación colonial.

Justamente en los años 80, en los cuales América Latina se transformó en un continente exportador de dólares, la deuda externa, a pesar del volumen enorme del servicio neto realizado, continuó creciendo: había adquirido vida propia por el automatismo de las finanzas internacionales, tal como se observa en el siguiente cuadro. De 1970 a 1975 la deuda creció en 181%, mientras que en los cinco años siguientes -1975-1980- el salto fue espectacular: 467%; para luego, como consecuencia de la crisis, declinar en su marcha ascendente a un 69% de 1980 a 1985, a un 15% de 1985 a 1990. La deuda volvería a incrementarse como consecuencia del reflujo de capitales experimentado a partir de 1990: así, en 1995, aumentó en un 38%. De 1990 a 1998 el incremento fue de un 58%, valores inferiores a los conseguidos entre 1970 y 1980, cuando se produjo el proceso de mayor endeudamiento externo.

Por otro lado, los gobiernos deudores fueron, una vez más, incapaces de diseñar una salida común para suspender o renegociar en bloque el servicio de dicha deuda. La salida más conveniente habría sido el logro de un amplio acuerdo político concertado con las naciones acreedoras. En esos momentos una posición conjunta de los países latinoamericanos pudo apurar una solución política amplia y duradera, puesto que los bancos internacionales estaban también abocados a una situación sumamente angustiosa por el excesivo grado de exposición que tenían sus acreencias con los países subdesarrollados, sobre todo con los latinoamericanos. Dicha incapacidad para encontrar un salida conjunta ratifica una suerte de complicidad histórica existente entre los responsables de los gobiernos latinoamericanos y los intereses de la banca internacional. Además, influyeron las presiones y amenazas que ejerció el capital financiero, en especial a través del gobierno estadounidense y de los organismos multilaterales, que frenaron cualquier intento para conformar un club de deudores. Sin necesidad de recurrir al uso de la fuerza de las armas, como épocas anteriores, "el gran garrote", con un creciente peso ideológico y con abiertas amenazas de embargos y juicios, defendió en todo momento al capital financiero internacional.

Así las cosas, manteniendo el enfoque tradicional -ajuste más renegociación- basado en la equivocada expectativa de que una recuperación de la economía norteamericana arrastre a las economías latinoamericanas, se abrió la puerta a una serie de soluciones. Con el Plan Baker, en 1985, se reconoció la necesidad del crecimiento económico para salir del atolladero, crecimiento a ser conseguido con una nueva y obligada inyección de recursos financieros. Ante el fracaso de este empeño, se continuó con la búsqueda de cobros parciales a través de los mecanismos de mercado ("menú de opciones", en especial desde 1987), acompañados con la tácita aceptación económica de la incobrabilidad (formación de reservas bancarias). Desde el campo político se insistió, al aceptar la imposibilidad de recuperar el valor nominal de la deuda, y se buscó un cambio de deudas viejas por deudas nuevas, dentro de lo que se conoce como el Plan Brady, a partir de 1989; Plan que, además, favorece la capitalización de deuda, otro mecanismo para favorecer las privatizaciones. Poco más tarde y como parte de la integración continental propuesta por los EEUU, se presentó en 1990 la Iniciativa para las Américas, propuesta que integraba por primera vez la necesidad de dar un tratamiento especial a la deuda oficial.

En esta línea de tibias respuestas a las demandas de los deudores se inscribe, desde 1996, una iniciativa del FMI y del Banco Mundial destinada a restablecer la viabilidad financiera de los países más pobres, siempre que estos países tengan antecedentes considerados como positivos por dichos organismos en la adopción de políticas de ajuste macroeconómico y de reformas estructurales. Con esta iniciativa se dio vida al Programa para los Países Pobres Altamente Endeudados (HIPC: Heavily Indebted Poor Countries), el cual, como muchas de las propuestas aplicadas, se perfila como insuficientes y tardío; más han sido las pomposas declaraciones de los gobiernos más ricos, el HIPC, que sus resultados: otro engaño más en larga cadena de la deuda "eterna".

Nuevas formas de simple ingeniería financiera se perfilan luego de la moratoria en que incurrió Ecuador en la segunda mitad del año 1999. En dicho país, en agosto del 2000 se abrió una nueva posibilidad con el canje de los Bonos Brady y Eurobonos por Bonos Global. Esta opción, nuevamente orientada por los intereses de los acreedores, y que por supuesto no apunta a resolver los problemas de fondo del sobreendeudamiento externo, podría ser un mecanismo para reducir las tensiones que esta situación provoca nuevamente en muchas economías.

Aquí cabe una mención de la crisis del Ecuador, el primer país que, forzado por su incapacidad de pago y por la tozudez de los acreedores, tuvo que suspender el servicio de su deuda comercial. Recordemos que, en 1998, este país pagó más del 27% de sus exportaciones por concepto de deuda externa, registró un déficit comercial de casi 7% del PIB y de más del 10% del PIB en la cuenta corriente de la balanza de pagos; en 1999 experimentó una caída de 8% del PIB y del 9,8% en términos del ingreso per cápita; con un servicio de la deuda que superó el 75% de los ingresos fiscales. La salida de esta crisis se planteó a través de la dolarización oficial de la economía en enero del 2000, la cual presionó para un rápido e inconveniente arreglo de la deuda con el fin de tener asegurada la posibilidad de contratar nueva deuda externa, que en poco tiempo será indispensable. Lejos de ser la dolarización una pócima mágica para resolver todos los problemas, como se ha llegado a afirmar en muchos foros internacionales, los desequilibrios fiscales o externos estarán presentes en la economía ecuatoriana, que los financiará con nueva deuda externa: con un esquema de tipo de cambio rígido o irrevocable, como lo es la dolarización, se produce una suerte de adicción al endeudamiento externo; esto se observa en aquellas economías atrapadas en la dolarización o en la convertibilidad, tal como se experimenta en Panamá y Argentina. La dolarización, eso si, es una herramienta que obligará al Ecuador a completar el ajuste neoliberal en el campo de las privatizaciones, a profundizar la flexibilización laboral y la reforma fiscal, las únicas asignaturas realmente pendientes, pues este país ha "cumplido" en gran medida con la apertura comercial, la liberalización financiera y, en especial, la apertura de la cuenta de capitales.

Insistamos, el interés último del manejo de la deuda, sin dejar de exigir su pago, fue y sigue siendo promover una reinserción sumisa de las economías latinoamericanas en el mercado mundial. Lo cual se manifiesta en una mayor internacionalización del mercado de capitales, en una masiva liberalización financiera doméstica, en una extrema flexibilización laboral, en un debilitamiento del Estado nacional y, sobre todo, en una modernizada forma de reprimarización de las economías endeudadas.

El proceso tradicional de renegociaciones, adobado con una que otra acción apegada a la lógica del mercado secundario de papeles de deuda, como fue el canje de deuda por capital o por naturaleza o para inversiones sociales, sirvió para resolver el problema financiero inicial. Este, de no mediar estos procesos de renegociación, pudo haberse convertido en un colapso financiero para la banca internacional. Banca que, en consecuencia, salió de la trampa, pudo capitalizarse y reunir importantes reservas, sin dejar de obtener significativas utilidades en dichos negocios y aún a través de conseguir de sus gobiernos ventajas fiscales vinculadas al manejo de los créditos ofrecidos a los países pobres. Este manejo de la deuda dio resultados positivos también para los países acreedores al facilitarles capear el temporal, así como para el FMI y el Banco Mundial que salieron fortalecidos como entes rectores de la política económica de los países subdesarrollados.

El riesgo de una conmoción financiera generalizada se desvaneció gracias al sacrificio de los países subdesarrollados. Estos, en consecuencia, afrontaron una de las peores crisis de su historia. Pero, no es posible afirmar y generalizar que fue una década perdida para todos. Mientras la pobreza y la marginalidad afectaron cada vez más a la mayoría de la población, sectores reducidos de la población se beneficiaron de la propia crisis y sus ajustes. Para entender los beneficios obtenidos por estos grupos privilegiados -siempre aliados de los intereses transnacionales- en medio de la crisis, y directamente por el manejo de la deuda, basta con recordar los mencionados procesos de "estatización" de las deudas externas privadas en casi todos los países de la región. Proceso que benefició a empresas nacionales y extranjeras, y que se dio sin averiguar el uso de los recursos, la posible disponibilidad de fondos en el exterior, la existencia o no de la deuda... Los deudores privados recibieron, además, una serie de garantías cambiarias y financieras, transformando este mecanismo en uno de los mayores subsidios entregados al sector privado y en otro factor inflacionario. Adicionalmente, en muchos países se abrió la puerta a la conversión de deuda para capitalizar empresas o para asumir pasivos del sector privado, particularmente de la banca. Para colmo, muchos de los beneficiarios de estas operaciones han ganado, también, como acreedores de dicha deuda, al ser tenedores de papeles de la deuda de sus países. Y en este escenario no han faltado propuestas supuestamente innovadoras tendientes a canjear deuda por inversiones sociales, con las cuales muchos gobierno, a través de su frente social, con un amplio despliegue publicitario y con remozadas prácticas clientelares, se aseguraron respaldos de los grupos más empobrecidos de la sociedad, al tiempo que doblegaban la resistencia de amplios sectores organizados, para así poder radicalizar el ajuste neoliberal, especialmente las privatizaciones.

Adicionalmente, la crisis y las políticas aplicadas para enfrentarla, no pueden ser vistas simplemente a través de sus evoluciones más o menos negativas para la mayoría de la población. El neoliberalismo, que encontró en la crisis de la deuda el terreno propicio para su aplicación, en tanto ahondó la tendencia de reprimarización y desindustrialización del aparato productivo nacional, no puede ser asumido como un fracaso. Muy por el contrario, las economías latinoamericanas caminaron -quizás no todo lo que esperaban los defensores de la ideología neoliberal- hacia una mayor concentración de la riqueza en pocas manos, tanto como hacia la apertura comercial y de la cuenta de capitales, la desregulación de los mercados, la liberalización financiera doméstica, la flexibilización laboral y la privatización: objetivos visibles de este modelo, que promueve un proceso de marcada desnacionalización del desarrollo. Ahora tenemos economías mucho más dominadas por el capital financiero internacional y orientadas radicalmente hacia el mercado exterior. Estos elementos, que se refuerzan entre sí, han aumentado las desigualdades en la sociedad y, una vez más, han bloqueado el proceso de desarrollo.


De lo que parecía el fin de la crisis, a un renacimiento del problema

Después de una década de altos rendimientos de las colocaciones financieras, la marcada caída de la tasa internacional de interés denominada en esa moneda, desde principios de los años 90, incentivó a los inversionistas a reasignar parte de su cartera en dólares especialmente fuera de los EEUU y también de Europa. Con una rebaja de las tasas de interés, el gobierno norteamericano buscaba reactivar su aparato productivo. En estas condiciones, ante la caída relativa de los rendimientos en los mercados financiero e inmobiliario, así como de la tasa de ganancia de las empresas en los EEUU y en otras economías centrales, muchos inversionistas comenzaron a buscar nuevas opciones y las encontraron en mercados emergentes del mundo subdesarrollado.

En este contexto, aún cuando el leitmotiv era aumentar a como de lugar las exportaciones, los países de la región experimentaron un incremento mucho mayor de las importaciones que de sus ventas externas. En una aproximación más de detalle, se puede observar que las importaciones provenientes de los países de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), en la que intervienen las economías más ricas del mundo, crecieron mucho más rápido que las ventas externas de la región. Esto nos demuestra que las políticas económicas aplicadas en América Latina, a la sombra de las renegociaciones de la deuda externa, han contribuido a establecer una nueva modalidad de acumulación propicia para dichas importaciones y que, además, los países latinoamericanos, sobre todo hasta 1989, han sido una fuente importante de financiamiento para los cambios que se procesaban en los países industrializados. Todo esto como parte de una reinserción mucho más sumisa de las economías latinoamericanas en el mercado mundial.

En estas condiciones, durante la primera mitad de los años 90, los déficits del balance comercial, agudizados también por el deterioro de los términos de intercambio de algunos productos de exportación básicos, se compensaron con el incremento de los flujos financieros externos. Este creciente desbalance entre exportaciones e importaciones, acompañado de un nuevo endeudamiento externo nos condujo a una variante de la "enfermedad holandesa", esta vez provocada por el ingreso masivo de capitales privados.

Los altos rendimientos ofrecidos por las economías latinoamericanas, incentivados por una serie de mecanismos de promoción y protegidos en muchos casos por un sistema cambiario que sobrevalúa las monedas nacionales como ancla de los esquemas de estabilización y de ajuste, se constituyeron en un atractivo para capitales de otras regiones; este anclaje cambiario, sostenido con tasas de interés altas y volátiles, incentivó la especulación financiera en detrimento de la producción. Además, el riesgo-país bajó a medida que mejoraba la solvencia de los países endeudados en dólares como consecuencia del descenso de las tasas de interés internacionales y de la mayor oferta de fondos, que reducía los riesgos de devaluación. Los ajustes estructurales también aportaron en la creación de las condiciones propicias para el retorno de capitales internacionales, pero no los provocaron y tampoco fueron la única razón que los motivó.

Los ajustes estructurales sirvieron para atraer inversiones, sobre todo por las múltiples ventajas que se ofrecieron y ofrecen todavía a los capitales extranjeros (o nacionales repatriados) para la privatización de las empresas estatales; la subvaloración de los precios de venta de estas empresas (deterioradas casi en forma planificada y a las cuales muchas veces se les obligó a contratar créditos externos para financiar proyectos fuera de su órbita empresarial) fue y es un aliciente para provocar inversiones provenientes del exterior. Adicionalmente, uno de los mecanismos más utilizados en este proceso de privatizaciones, fue el de la conversión de deuda en capital, como otra ventaja adicional para los potenciales compradores.

Esta realidad demuestra que los procesos de privatización y el "achicamiento" del Estado están estrechamente vinculados al manejo de la deuda externa. Los ingresos provenientes de las privatizaciones, además, fueron utilizados para financiar un monto nada despreciable del servicio de dicha deuda, tal como lo son las políticas de austeridad fiscal, que terminaron por debilitar al Estado desarrollista.

En este escenario, los cambios registrados a nivel técnico y legal en los mercados financieros internacionales, que condujeron a la disminución de los costos financieros y a la introducción de novedosos esquemas de reaseguro, crearon nuevas condiciones para una mayor movilidad de los capitales. Estos cambios también aportaron para que dichos recursos se ubiquen con gran rapidez en algunos mercados emergentes, aprovechando las transformaciones que experimenta la economía mundial. Adicionalmente, las posibilidades creadas por los avances tecnológicos en el campo de las telecomunicaciones y de la computación sustentan un esquema de mayor interrelación y flexibilidad entre todos los mercados financieros mundiales.

En este complejo entorno, los Estados latinoamericanos descuidaron el control y orientación de los flujos de capitales, lanzándose, por el contrario, en una competencia cerrada e inorgánica para atraerlos. Aunque estos prefirieron los países más grandes o con mayores recursos naturales: Argentina, Brasil, Chile, México y Venezuela.

Si se revisa la evolución de esta prolongada crisis de la deuda externa, se puede identificar que, más allá de una cierta recuperación de la relación de la deuda externa con las exportaciones, el problema básico subsistía aún antes de la crisis financiera internacional desatada inicialmente en 1995 en México, y que luego cobró vigor en Asia, a mediados de 1997, antes de extenderse a Rusia y América Latina, en particular al Brasil y al Ecuador. La relación del endeudamiento con las exportaciones y el PIB registra un nuevo deterioro; adicionalmente, el servicio de la deuda presiona cada vez más en las cuentas fiscales, en algunos casos representa casi la mitad del Presupuesto del Estado. Otro punto crítico se centra en el nuevo crecimiento acelerado del endeudamiento externo privado, fomentado por un ambiente que alienta los negocios financieros sobre los productivos.

El meollo de la nueva crisis financiera internacional radica en la liberalización de los mercados, particularmente del financiero. Liberalidad que se convirtió en la receta de uso múltiple para el desarrollo de los países pobres o para la transformación inmediata al capitalismo de los antiguos países "comunistas".

Esta liberalización habría que ubicarla en un contexto más amplio, con el fin de comprender mejor los entretelones de una crisis que también está vinculada con severos problemas de sobrecapacidad productiva y sobreacumulación, en tanto ella asoma como un producto de la globalización capitalista, esto es de la extensión e intensificación de las contradicciones del sistema capitalista a gran escala. Sistema que, en su fase "global", valoriza, en particular, las transacciones financieras e inmobiliarias, no tanto la producción, y menos aún la generación de empleo y el mejoramiento de las condiciones de vida de las masas. Sistema que provoca una colosal concentración de la riqueza; otra de las causas de la crisis, en tanto las masivas utilidades alcanzadas se canalizaron a nuevas y lucrativas operaciones financiaras, así como a un consumo cada vez más conspicuo de las elites mundiales.

Así las cosas, luego de haber constatado las diversas opciones que se han desarrollados desde los acreedores para enfrentar el sobre endeudamiento externo de los países periféricos, podemos constatar que los problemas derivados de dicho endeudamiento tienen algunas características nuevas, pero que, en el fondo, reflejan muchas de las contradicciones y dificultades anteriores.

Y todo empezó con una deuda que sí se pagó

La deuda de la Independencia demoró mucho en ser cancelada, en algunos casos más de siglo y medio. Esta deuda se transformó en una deuda de la dependencia, quizás por efectos hereditarios de una antigua maldición que se inició hace casi 500 años, con el rescate del inca Atahualpa. Para conseguir su libertad y consiente de la desmedida codicia de los españoles, el monarca inca ofreció un millonario rescate a sus captores. Su libertad quiso comprar con plata y oro, que comenzaron a fluir por los caminos del imperio: dioses y adornos de oro macizo y pedrerías, reproducciones en tamaño natural, y figuras humanas y animales de pura plata, la misma cuna y las andas de oro del inca, que fueron convertidos en barras. De acuerdo a la información disponible en los Archivos de Sevilla, solamente por el saqueo de oro y plata llegado a Europa procedente de América Latina, se registra un volumen 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata, entre 1503 y 1660. Recursos que llevados a valor presente representarían una cantidad muy superior al valor total de la deuda externa de toda América Latina. Valor que no cubre los enormes sufrimientos que soportaron y soportan aún los pueblos y nacionalidades indígenas desde la colonización europea.

Y a pesar de que hace casi medio milenio se satisfizo la ambición de los conquistadores y que se pagó la deuda acordada para salvar la vida del inca, que había cumplido con su palabra, estando preso en Cajamarca, en 1533, con un torniquete de hierro rompieron los europeos la nuca de Atahualpa, luego de que cumplieron su tarea evangelizadora, bautizándole con nombre cristiano.


Bibliografía

De la amplísima literatura disponible sobre la deuda externa de América Latina proponemos una selección mínima, que permitiría a los interesados conocer con mayor detalle sus orígenes y evolución:

- Acosta, Alberto; "La deuda eterna - Una historia de la deuda externa ecuatoriana", Colección Ensayo, LIBRESA, cuarta edición, 1994.
- Calcagno, Alfredo Eric; "La perversa deuda - Radiografía de dos deudas perversas con víctimas diferentes: la de Eréndira con su abuela desalmada y la de América Latina con la banca internacional", Editorial Legasa, Buenos Aires, 1988.
- Estay Reyno, Jaime; "Pasado y presente de la deuda externa de América Latina", Instituto de Investigaciones Económicas de la Universidad Autónoma de Puebla, México, 1996.
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Síntesis

Los problemas derivados de la deuda externa subsistentes en los albores del siglo XXI no son nuevos en la historia latinoamericana. Desde los primeros préstamos, contratados a principios del siglo XIX, hasta la actual deuda externa, las economías de la región han atravesado por una serie de períodos recurrentes de auge y crisis, estrechamente vinculados al movimiento cíclico característico en el funcionamiento del sistema capitalista. Este proceso, que fue cobrando fuerza en la medida que se consolidaba y difundía el sistema capitalista y la integración sumisa de la región al comercio mundial, afianzó la dependencia de las economías latinoamericanas. Y este mismo proceso, en el cual no deben estar ausentes términos tales como corrupción, despilfarro y usura, explica el papel que cumple la deuda externa para asegurar la participación de América Latina en la actual división globalizante del trabajo mundial.


(*) Artículo publicado en el libro "Otras Caras de la deuda - Propuestas para la acción", Editorial Nueva Sociedad, Caracas (2001). El título se inspira en el cuento del colombiano Gabriel García Márquez: "La increíble y triste historia de la cándida Erendira y su abuela desalmada", en la cual una niña debe pagar a su abuela una deuda que no existió realmente, vendiendo su cuerpo. Relación que inspiró uno de los trabajos más destacados sobre el tema de la deuda externa, elaborado por Alfredo Eric Calcagno (1988).
(1) Ecuatoriano. Economista. Profesor visitante de varias universidades. Consultor del Instituto Latinoamericano de Investigaciones Sociales (ILDIS) de la Fundación Friedrich Ebert. Las opiniones de este artículo representan la posición del autor y no comprometen a las entidades donde trabaja.



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