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La insignia
1 de abril del 2002


El mito de Sísifo


Albert Camus


Los dioses habían condenado a Sísifo a empujar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña, desde donde la piedra volvería a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.

Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le convirtieron en un trabajador inútil en los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló sus secretos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Éste, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestes.

Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero nos cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de manos de su vencedor. Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. le ordenó que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver este mundo, a gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a la sombra infernal.

Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por la fuerza, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca. Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es en tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. no se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces como la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volverla a subir hacia las cimas, y baja de nuevo a la llanura. Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra.

Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca. Si este mito es trágico, lo es porque su protagonista tiene conciencia.

¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito?. El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo.

Pero no es trágico sino en los raros momentos en se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no venza con el desprecio.

Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de mas. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la dicha se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poderla sobrellevar. Son nuestras noches de Getsemaní.

Sin embargo, las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desesperada: «A pesar de tantas pruebas, mi edad avanzada y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien». El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievsky, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroismo moderno. No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la dicha. «¿Cómo? ¿Por caminos tan estrechos...?». Pero no hay más que un mundo. La dicha y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. «Juzgo que todo está bien», dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres. Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos.

En el universo vuelto de pronto a su silencio se alzan las mil vocecitas maravillosas de la tierra. Lamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice que sí y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierten en su destino, creado por el, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.

Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre.

Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.


Os deuses tinham condenado Sísifo a empurrar sem descanso um rochedo até ao cume de uma montanha, de onde a pedra caía de novo, em conseqüência do seu peso. Tinham pensado, com alguma razão, que não há castigo mais terrível do que o trabalho inútil e sem esperança.

A acreditar em Homero, Sísifo era o mais ajuizado e mais prudente dos mortais. No entanto, segundo outra tradição, tinha tendências para a profissão de bandido. Não vejo nisto a menor contradição. As opiniões diferem sobre os motivos que lhe valeram ser trabalhador inútil dos infernos. Censura-se-lhe, de início, certa leviandade para com os deuses. Revelou os segredos deles. Egina, filha de Asopo, foi raptada por Júpiter. O pai espantou-se com esse desaparecimento e queixou-se dele a Sísifo. Este, que estava ao corrente do rapto, propôs a Asopo contar-lhe o que sabia, com a condição de ele dar água à cidadela de Corinto. Aos raios celestes, preferiu a bênção da água. Por tal foi castigado nos infernos. Homero conta-nos também que Sísifo havia acorrentado a Morte. Plutão não pôde suportar o espetáculo do seu império deserto e silencioso. Enviou os deuses da guerra, que soltou a Morte das mãos do seu vencedor.

Diz-se ainda que, estando Sísifo quase a morrer, quis, imprudentemente, pôr à prova o amor de sua mulher. Ordenou-lhe que lançasse o seu corpo, sem sepultura, para o meio da praça pública. Sísifo encontrou-se nos infernos. E aí, irritado com uma obediência tão contrária ao amor humano, obteve de Plutão licença para voltar à terra e castigar a mulher. Mas, quando viu de novo o rosto deste mundo, sentiu inebriadamente a água e o sol, as pedras quentes e o mar, não quis regressar à sombra infernal. Os chamamentos, as cóleras e os avisos de nada serviram. Ainda viveu muitos anos diante da curva do golfo, do mar resplandecente e dos sorrisos da terra. Mercúrio veio pegar no audacioso pela gola e, roubando-o às alegrias, levou-o à força para os infernos, onde o seu rochedo já estava pronto.

Já todos compreenderam que Sísifo é o herói absurdo. É-o tanto pelas suas paixões como pelo seu tormento. O seu desprezo pelos deuses, o seu ódio à morte e a sua paixão pela vida valeram-lhe esse suplício indizível em que o seu ser se emprega em nada terminar. É o preço que é necessário pagar pelas paixões desta terra. Não nos dizem nada sobre Sísifo nos infernos. Os mitos são feitos para que a imaginação os anime. Neste, vê-se simplesmente todo o esforço de um corpo tenso, que se esforça por erguer a enorme pedra, rolá-la e ajudá-la a levar a cabo uma subida cem vezes recomeçada; vê-se o rosto crispado, a face colada à pedra, o socorro de um ombro que recebe o choque dessa massa coberta de barro, de um pé que a escora, os braços que de novo empurram, a segurança bem humana de duas mãos cheias de terra. No termo desse longo esforço, medido pelo espaço sem céu e pelo tempo sem profundidade, a finalidade está atiginda. Sísifo vê então a pedra resvalar em poucos instantes para esse mundo inferior de onde será preciso trazê-la de novo para os cimos. E desce outra vez à planície.

É durante este regresso, esta pausa, que Sísifo me interessa. Um rosto que sofre tão perto das pedras já é, ele próprio, pedra! Vejo esse homem descer outra vez, com um andar pesado mais igual, para o tormento cujo fim nunca conhecerá. Essa hora que é como uma respiração e que regressa com tanta certeza como a sua desgraça, essa hora é a da consciência. Em cada um desses instantes em que ele abandona os cumes e se enterra a pouco e pouco nos covis dos deuses, Sísifo é superior ao seu destino. É mais forte do que o seu rochedo.

Se este mito é trágico, é porque o seu herói é consciente. Onde estaria, com efeito, a sua tortura se a cada passo a esperança de conseguir o ajudasse? O operário de hoje trabalha todos os dias da sua vida nas mesmas tarefas, e esse destino não é menos absurdo. Mas só é trágico nos raros momentos em que ele se torna consciente. Sísifo, proletário dos deuses, impotente e revoltado, conhece toda a extensão da sua miserável condição: é nela que ele pensa durante a sua descida. A clarividência que devia fazer o seu tormento consome ao mesmo tempo a sua vitória. Não há estino que não se transceda pelo desprezo.

Se a descida se faz assim, em certos dias, na dor, pode também fazer-se na alegria. Esta palavra não é de mais. Ainda imagino Sísifo voltando para o seu rochedo, e a dor estava no começo. Quando as imagens da terra se apegam de mais à lembrança, quando o chamamento da felicidade se torna demasiado premente, acontece qua a tristeza se ergue no coração do homem: é a vitória do rochedo, é o próprio rochedo. O imenso infortúnio é pesado de mais para se poder carregar. São as nossas noites de Gethsemani. Mas as verdades esmagadoras morrem quando são reconhecidas. Assim, Édipo obedece de início ao destino, sem o saber. A partir do momento em que sabe, a sua tragédia começa. Mas no mesmo instante, cego e deseperado, ele reconhece que o único elo que o prende ao mundo é a mão fresca de uma jovem. Uma frase desmedida ressoa então: "Apesar de tantas provações, a minha idade avançada e a grandeza da minha alma fazem-me achar que tudo está bem." O Édipo de Sófocles, como o Kirilov de Dostoievsky, dá assim a fórmula da vitória absurda. A sabedoria antiga identifica-se com o heroísmo moderno.

Não descobrimos o absurdo sem nos sentirmos tentados a escrever um manual qualquer da felicidade. "O quê, por caminhos tão estreitos?..." Mas só há um mundo. A felicidade e o absurdo são dois filhos da mesma terra. São inseparáveis. O erro seria dizer que a felicidade nasce forçosamente da descoberta absurda. Acontece também que o sentimento do absurdo nasça da

felicidade. "Acho que tudo está bem", diz Édipo e essa frase é sagrada. Ressoa no universo altivo e limitado do homem. Ensina que nem tudo está, que nem tudo foi esgotado. Expulsa deste mundo um deus que nele entrara com a insatisfação e o gosto das dores inúteis. Faz do destino uma questão do homem, que deve ser tratado entre homens. Toda a alegria silenciosa de Sísifo aqui reside. O seu destino pertence-lhe. O seu rochedo é a sua coisa. Da mesma maneira, quando o homem absurdo contempla o seu tormento, faz calar todos os ídolos. No universo subtamente entregue ao seu silêncio, erguem-se as mil vozinhas maravilhosas da terra. Chamamentos inconscientes e secretos, convites de todos os rostos, são o reverso necessário e o preço da vitória. Não há sol sem sombra e é preciso conhecer a noite. O homem absurdo diz sim e o seu esforço nunca mais cessará. Se há um destino pessoal, não há destino superior ou, pelo menos, só há um que ele julga fatal e desprezível. Quanto ao resto, ele sabe-se senhor dos seus dias. Nesse instante sutil em que o homem se volta para a sua vida, Sísifo, regressando ao seu rochedo, contempla essa seqüência de ações sem elo que se torna o seu destino, criado por ele, unido sob o olhar da sua memória, e selado em breve pela sua morte. Assim, persuadido da origem bem humana de tudo o que é humano, cego que deseja ver e que sabe que a noite não tem fim, está sempre em marcha. O rochedo ainda rola.

Deixo Sísifo no sopé da montanha! Encontramos sempre o nosso fardo. Mas Sísifo ensina a fidelidade superior que nega os deuses e levanta os rochedos. Ele também julga que tudo está bem. Esse universo enfim sem dono não lhe parece estéril nem fútil. Cada grão dessa pedra, cada estilhaço mineral dessa montanha cheia de noite, forma por si só um mundo. A própria luta para atingir os píncaros basta para encher um coração de homem. É preciso imaginar Sísifo feliz.



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