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La insignia
15 de mayo del 2001


Querida Esther


Berna Wang


Querida Esther:

Anoche vi tu foto en el periódico. Y leí que habías muerto.

No puedo creérmelo.

Así que aquí me tienes, abriendo con terquedad y rabia el programa de correo, pinchando en tu dirección electrónica y escribiéndote, como si tal cosa, este mensaje.

Pero no te daré la lata mucho rato. Sólo quería contarte algo que nunca he tenido ocasión de contarte y que hoy me está quemando.

Nos conocimos, no sé si te acordarás, una tarde de principios de mayo de 1985, en un café de la plaza del Dos de Mayo. Era una tertulia de traductores. Yo vivía entonces en el barrio, estaba embarazada y había salido de cuentas; hacía apenas unos meses que trabajaba como traductora, vi el cartel y decidí acercarme a ver de qué iba eso.

Y así te convertiste en la primera traductora a la que conocí en persona, y también en la primera persona a la que oí hablar con tanta pasión, cariño y conocimiento de nuestra profesión. Y fue esa tarde cuando me di cuenta de que todos los libros traducidos que había leído hasta entonces tenían en realidad dos autores, aunque en la solapa no apareciera la foto ni la reseña biobibliográfica del segundo de ellos, el traductor. Y cuando sentí por vez primera la responsabilidad y la belleza que conlleva el acto de traducir.

Mucho más tarde supe que tú habías traducido los libros de El pequeño Nicolás de Sempé-Goscinny que tanto me habían hecho reír de niña (y que después harían reír a mi hijo). Y también la trilogía Nuestros antepasados, de Italo Calvino, con la que aprendí a amar a ese autor.

Pero antes de eso habíamos vuelto a coincidir, en casa de una amiga común, y me habías hablado de la Sección Autónoma de Traductores de Libros, de la Asociación Colegial de Escritores de España, y me habías aconsejado que me asociara. Lo hice porque confiaba en ti. Y en la Asociación viví una etapa crucial en la que la junta directiva que presidías consiguió varios logros importantísimos (frente a la Administración, frente a los editores) para los traductores.

Nos vimos de vez en cuando en la sede de la Asociación, en actos que ésta organizaba. Nos intercambiamos mensajes y algunas risas por correo electrónico.

Coincidimos por última vez hace tres o cuatro años, en el velatorio de un amigo común (que no supimos que lo era hasta aquel día).

Querida Esther, sólo quería darte las gracias por haber enseñado a la joven e inexperta traductora que era yo hace 16 años a amar nuestra profesión.

Como no puedo creerme que ya no estés, cuando termine este mensaje daré al botón de Enviar. Hasta que reciba el mensaje de error de mi servidor, diciéndome que tu dirección ya no existe, pensaré que, por esas cosas tan raras que pasan en el ciberespacio, a lo mejor llega al lugar donde estás ahora, y que tal vez aún lo leas, antes de que me lo devuelvan.

Un beso.
Berna


Esther Benítez Eiroa (Ferrol, 1937) murió en Madrid el 12 de mayo del 2001. Traductora, entre otros muchos autores, de Italo Calvino, Cesare Pavese, Alessandro Manzoni, Vizenzo Consolo y Guy de Maupassant, en 1992 recibió el Premio Nacional de Traducción a toda su obra. Fue cofundadora y presidenta de la junta directiva de la Sección Autónoma de Traductores de Libros (ACEtt), de la Asociación Colegial de Escritores de España desde su creación, en 1983, hasta 1994, y siguió perteneciendo a la junta directiva de la Asociación hasta su muerte. Pero ha sido mucho más que eso: ha sido el corazón de ACEtt. Y todos los que tuvimos la inmensa suerte de conocerla la llevaremos en el nuestro, junto con su magisterio, su enorme capacidad de lucha, su alegría y su generosidad.



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